La masacre olvidada by Andrea Camilleri

La masacre olvidada by Andrea Camilleri

autor:Andrea Camilleri [Camilleri, Andrea]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Histórico
editor: ePubLibre
publicado: 1984-01-01T00:00:00+00:00


* * *

Al contrario que los atunes, que mueren en un espantoso silencio, los prisioneros vociferan desesperados. Sarzana, en un momento dado, oye que el registro de aquellos gritos ha cambiado y manda a dos soldados a ver qué está sucediendo. Los soldados se lo cuentan y le dicen que quizá la reja corre el riesgo de ceder bajo la presión de los prisioneros, enloquecidos por la falta de aire. Por eso el mayor comprende que ya no tiene vía de escape: hacerlos salir ahora de la fosa es igual que liberar a cien gatos furiosos de dentro de un saco en el interior de una habitación, lo mínimo que pueden hacer es saltarle a los ojos. Tampoco se puede dejar abierta la toma de aire, con la reja que está a punto de ceder. Lo único es aligerar la presión que los prisioneros ejercen contra esta: entonces da la orden de lanzar tres petardos en la fosa y aislar de nuevo, inmediatamente después, la escalera. Acaso comprende que, haciendo así, se cubre las espaldas: si los presos mueren, nadie podrá sostener que había en él la voluntad de cometer una masacre, aislar la escalera era necesario para la defensa de la Torre, que la tomen con el arquitecto que la diseñó en el siglo XVI, o se hace una escalera o se construye una toma de aire.

El estallido de los tres petardos disparados en el interior llega a los asediadores, quienes, poco después, oyen debilitarse de forma progresiva las voces de los condenados. Entonces, desde la multitud ya no disparan, todos se dan cuenta de que algo grave debe de haber ocurrido y esto, en vez de atizar la violencia, la transforma en una especie de perplejidad sudorosa. Tampoco los soldados de la terraza disparan. «La población —escribe Marullo—, enmudecida por la ansiedad, intuye, se desanima y se dispersa silenciosa para ocultar entre las aterrorizadas familias el tormento angustioso de la propia alma, ¡en que la sospechosa amargura gravaba ya con el remordimiento de una culpa inconscientemente cometida!»

Y ya estamos, las cartas sobre la mesa comienzan a cambiarse: la culpa, aunque sea inconsciente —porque Marullo sostiene que fueron los tres petardos los que mataron a los prisioneros, pero ¿pueden tres petardos matar a ciento cincuenta y seis personas, que son las que Marullo estima que había, por más que se encontrasen constreñidas en un espacio tan estrecho?—, la culpa, pues, recae en los habitantes que se habían sublevado contra el orden y en los parientes de los presos que habían tratado de liberarlos. Esta acusación de complicidad, estoy seguro, habrá encontrado en aquellas horas muchos defensores en el pueblo: es, en cualquier caso, uno de los pilares sobre los que se apoya la conjura del silencio en torno a la masacre.

Los soldados de De Majo, que el día 24 habían abandonado Palermo en dirección al cuartel de De Sauget, llegaron, como se ha dicho, «más muertos que vivos». Durante la marcha habían sido continuamente blanco de una intensa fusilería



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